Akra-Leuke
Señor Paco
ESPAÑOLES EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
Recordando el pasado de una España absurda que sólo sabe darse leña unos a otros
A los refugiados civiles que, huyendo desde Catalunya, cruzaban la frontera francesa, el recibimiento que les esperaba les dejó frecuentemente un ingrato recuerdo, pues a los inevitables registros y vacunas se añadía, muchas veces, un trato despegado y unas instalaciones de acogida insuficientes. Con todo, en conjunto, Francia supo afrontar honorablemente el reto que supuso la llegada en pocos días de más de 150.000 españoles desvalidos, enfermos y hambrientos. Casi todos ellos fueron, rápidamente, enviados a muy distintos y alejados departamentos de la frontera, donde los prefectos de policía habían previsto unos centros de albergue que ofrecían, a lo menos, desde el primer momento, los dos elementos básicos de subsistencia: techo y comida.
Muy diferente fue el caso de los hombres encuadrados en los ejércitos y de los que se hallaban en edad militar que empezaron a pasar la frontera el 5 de marzo. No habiendo previsto el gobierno de París la entrada en Francia de tropas del ejército republicano, cuando dicho gobierno se vio obligado a admitirlo no tiene preparado ningún dispositivo de acogida, pues unas pequeñas instalaciones en Argelés son sólo capaces para admitir unos pocos milles de personas. Las autoridades francesas disponían, ciertamente, de campos militares de instrucción, algunos relativamente cercanos como los de Larzac y Caylus, que disponían de unas instalaciones aceptables, pero esta solución fue finalmente rechazada al considerar el mando militar francés que, en la tensa situación internacional de la época, no podían hipotecarse estas instalaciones tan estrechamente vinculadas a la defensa nacional.
El soldado del ejército popular de la República que nada más llegar a tierra francesa ha entregado su armamento, y ha sido concienzudamente registrado, una y otra vez se verá rápidamente encaminado a un próximo campo de concentración, casi siempre a pie y sin comida, aunque eso sí, constantemente rodeado de guardias móviles o senegaleses. Es el trágico momento en que oyen por primera vez el imperativo: “¡allez!, ¡allez!...”, (¡marchen!, ¡marchen!...) que quedó amargamente e indeleblemente grabado en la memoria de muchos. El combatiente de la República española, el —hasta hacía muy poco— respetado y festejado defensor de la libertad y la democracia, ha quedado súbitamente transformado en un derrotado, en un prisionero, o, peor aún, en un extranjero indeseable.
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Recordando el pasado de una España absurda que sólo sabe darse leña unos a otros
A los refugiados civiles que, huyendo desde Catalunya, cruzaban la frontera francesa, el recibimiento que les esperaba les dejó frecuentemente un ingrato recuerdo, pues a los inevitables registros y vacunas se añadía, muchas veces, un trato despegado y unas instalaciones de acogida insuficientes. Con todo, en conjunto, Francia supo afrontar honorablemente el reto que supuso la llegada en pocos días de más de 150.000 españoles desvalidos, enfermos y hambrientos. Casi todos ellos fueron, rápidamente, enviados a muy distintos y alejados departamentos de la frontera, donde los prefectos de policía habían previsto unos centros de albergue que ofrecían, a lo menos, desde el primer momento, los dos elementos básicos de subsistencia: techo y comida.
Muy diferente fue el caso de los hombres encuadrados en los ejércitos y de los que se hallaban en edad militar que empezaron a pasar la frontera el 5 de marzo. No habiendo previsto el gobierno de París la entrada en Francia de tropas del ejército republicano, cuando dicho gobierno se vio obligado a admitirlo no tiene preparado ningún dispositivo de acogida, pues unas pequeñas instalaciones en Argelés son sólo capaces para admitir unos pocos milles de personas. Las autoridades francesas disponían, ciertamente, de campos militares de instrucción, algunos relativamente cercanos como los de Larzac y Caylus, que disponían de unas instalaciones aceptables, pero esta solución fue finalmente rechazada al considerar el mando militar francés que, en la tensa situación internacional de la época, no podían hipotecarse estas instalaciones tan estrechamente vinculadas a la defensa nacional.
El soldado del ejército popular de la República que nada más llegar a tierra francesa ha entregado su armamento, y ha sido concienzudamente registrado, una y otra vez se verá rápidamente encaminado a un próximo campo de concentración, casi siempre a pie y sin comida, aunque eso sí, constantemente rodeado de guardias móviles o senegaleses. Es el trágico momento en que oyen por primera vez el imperativo: “¡allez!, ¡allez!...”, (¡marchen!, ¡marchen!...) que quedó amargamente e indeleblemente grabado en la memoria de muchos. El combatiente de la República española, el —hasta hacía muy poco— respetado y festejado defensor de la libertad y la democracia, ha quedado súbitamente transformado en un derrotado, en un prisionero, o, peor aún, en un extranjero indeseable.
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